Para perdonar: aprender a perdonarse primero.

La familia: escuela de perdón

El Papa Francisco, al inaugurar el año de la misericordia, colocó el tema del perdón en el centro de la vida de la Iglesia. Nos recordó, una vez más, que “Dios no se cansa de perdonar”. Pero ese perdón pasa por una actitud y cambio interior, por “perdonarse a sí mismo”, para que el perdón al otro sea efectivo y auténtico. El Papa resaltó en una de sus catequesis de los meses pasados que el ejercicio del perdón a uno mismo y a los demás, está en el centro de la vivencia cristiana, es el crisol en el cual se mide nuestra intensidad y madurez de fe.

Hugo Tagle, twitter: @hugotagle

 

“La familia es un gran gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar a largo, sin donarse, sin perdonarse, el amor no permanece, no dura”, dijo el Papa en una catequesis de noviembre de 2015.

 

Y abunda en el tema recordando como el Señor lo ubica en el centro del Padrenuestro: “En la oración que Él mismo nos ha enseñado –el Padre Nuestro– Jesús nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y al final comenta: “Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6,12.14-15).

 

No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia. La vida humana es una suerte de aciertos y desaciertos en materia de ofensas, errores, dolores y alegrías. “Cada día nos faltamos al respeto el uno al otro. Debemos poner en consideración estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo”, señala el Papa. Por eso mismo, y para crecer en la vida de fe en forma integral, sanar heridas y reconciliarse con la propia existencia y los demás, hacemos bien en reflexionar sobre el tema.

 

Perdón en el año de la misericordia

La invitación es a sanar las heridas que nos hacemos, retejer inmediatamente los hilos que rompemos en la familia y nuestro entorno. La espera dilatada para dar el perdón, lo hace más difícil. El Papa nos aconseja: “Hay un secreto simple para sanar las heridas y para disolver las acusaciones, es este: no dejar que termine el día sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y la mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, ¡entre nuera y suegra!: Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, sanan las heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se transforma en una casa más sólida, que resiste a los choques de nuestras pequeñas y grandes maldades”.

Es un ejercicio aparentemente fácil, pero el Papa está consciente que exige una gran ascética y renuncia interior. No son necesarios grandes discursos. Las más de las veces “es suficiente una caricia, ha terminado todo y se recomienza”.

 

Este aprendizaje del perdón al que nos invita el Santo Padre, es exigente, pero muy beneficioso y fecundo para la familia y uno mismo. “Muchos –también entre los cristianos– piensan que sea una exageración esto de perdonar. Se dice: sí, son bellas palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero gracias a Dios no es así. De hecho es precisamente recibiendo el perdón de Dios que, a su vez, somos capaces de perdonar a los otros” dice el Papa.

 

En un tiempo en que la gratuidad en el perdón es escaso, en que medimos al otro por lo que obtenemos de él, tanto más valioso se hace un espacio, como la familia, donde se aprenda a perdonar los unos a otros.

 

En los sínodos de la familia, ambos condensados maravillosamente bien en la exhortación apostólica Amoris Laetitia, se acentuó esta dimensión de la vida familiar: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. “La práctica del perdón no solo salva las familias de la división, señala el Papa, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos malvada y menos cruel”.

 

Subestimamos el valor de un pequeño gesto de perdón. Cada uno de ellos, por pequeños que sean, “repara la casa de las grietas y refuerza sus muros”. La Iglesia está tanto al lado, para ayudar a construir esa familia, como bajo ella, como sustento y roca segura. El Papa Francisco nos recuerda las palabras que preceden la parábola de la casa construida sobre roca: “No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre”. Y agrega: “Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios en tu Nombre?” Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí” (cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, “que tiene por objetivo sacudirnos y llamarnos a la conversión”.

 

Rezamos juntos

El secreto para crecer en la capacidad de perdón se encuentra, entre otros aspectos, en una vida de oración familiar. “Familia que reza unida, permanece unida”, es un dicho popular y sabio, que se debe hacer vida en nuestro círculo familiar cada día más, dadas las enormes fuerzas centrífugas que nos hacen perder el centro, resultando nocivas para la vida familiar. Se nota cuando una familia vive en estado de reconciliación, cuando han sabido perdonarse y sanar heridas. El perdón al interior de la familia nos moverá a dar testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. A través de este perdón “las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia” dice el Papa. Es este jubileo de la Misericordia una oportunidad valiosísima para redescubrir el tesoro del perdón recíproco.

 

Claves para el perdón

Abunda la literatura sobre procesos de sanación interior y reconciliación. La Iglesia es experta en el perdón porque se sabe pecadora, ha experimentado el perdón y porque Dios Padre “no se cansa de perdonar”, como ha repetido el Papa Francisco en innumerables ocasiones.

 

No es fácil el perdón. No todos son capaces de hacerlo de corazón, sinceramente. Eso sí, quien perdona, experimenta esa sensación de libertad que nos invade al hacerlo. No solamente es un acto para la persona que nos ofendió, sino también para nosotros.

 

Es necesario hacerlo para poder seguir viviendo; para no arrastrar ese dolor como un peso e incluso en ocasiones para restablecer un diálogo que nos dé respuestas a preguntas que se han quedado con nosotros. Quizás no se restablezca la relación como antes, pero es un paso para una reconciliación definitiva.

 

Muchas veces quedamos más dañados nosotros que el ofendido. Ya sea de manera deliberada o no, somos nosotros al final los últimos responsables de las heridas que provocamos y no tenemos por qué ni queremos culpar a nadie más por lo que ha ocurrido.

 

El perdón no es difícil de lograr. Lo difícil es recuperar la confianza. Cuando pedimos perdón es porque le hemos fallado a otra persona o hemos cometido un error tan grande que otras personas se han visto afectadas. Pero ¿por qué pide perdón sin antes no haberse perdonado a sí mismo?

 

Aprender de los errores

Un primer paso para el perdón

Un camino sanador es reconocer nuestras debilidades y, en cierta medida, aceptarlas. No se trata de resignarse a no cambiar, pero sí reconocer que somos débiles y que podemos fallar. Junto con ello, sacar lecciones y buscar enmendar el error causado. Ser conscientes de nuestras debilidades y de que no somos perfectos nos llevará a emprender de forma más segura y sabia nuevas acciones. Nos cuesta ver dentro de nosotros mismos y aceptar nuestros errores. Quizás, por eso, preferimos mirar para otro lado.

Fracasar no nos hace malas personas. Al contrario: el reconocimiento de los errores nos ennoblece y perfecciona. Al aceptar nuestros fallos, aprender de ellos y perdonarnos, crecemos en humanidad y experiencia, valoramos el bien en los demás, solidarizamos con flaquezas y nos sentimos aliviados por la carga de una falta cometida, las más de las veces por torpeza antes que por maldad.

 

Empezar de nuevo

Hay segundas oportunidades en la vida. No todo se juega a una baraja o en medio de fatales únicas ocasiones. Nada acaba del todo; cada cosa se detiene para volver a empezar de nuevo. Un error corregido, reconocido y sanado, quizá sea el primer paso para ese perdón interior y comenzar de nuevo. Pensemos que perdonarnos a nosotros mismos es aprender, rectificar y darse cuenta de en dónde hemos fallado. A partir de ahí, empezará para cada uno un nuevo comienzo.

 

Olvidar el pasado

“Recordar un buen momento es sentirse feliz de nuevo”, dice Gabriela Mistral. Y de la misma manera, podríamos parafrasearla y decir, olvidar es enterrar una mala experiencia. Así como cultivamos la memoria para recordar lo bueno, activemos los sentidos para saber olvidar lo malo. Con facilidad nos sentimos atormentados por errores cometidos y que aún están presentes en el ahora. No se martirice por ello, ¡perdónese! y empiece de nuevo. Use esas piedras en su camino para ser mejor como persona. “Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidarse es difícil para quien tiene corazón”, dice García Marquez. En efecto, muchas veces los recuerdos se enquistan más en los sentimientos que en la razón. Y, por lo mismo, crecen antes que disminuyen. Si vamos a recordar, que sea para no caer en los mismos errores. “Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.

 

Soy responsable de mis acciones

Hay un viejo dicho que nace de la simple observación: recordemos que, cuando apuntamos con un dedo a otro para reprocharle un error o mala conducta, hay otros tres dedos que apuntan a uno. Quien es consciente de sus errores y los asume; asume la responsabilidad de sus actos, es finalmente más feliz. Pero, esto pasa por asumir la responsabilidad de mis actos, enfrentarlos con honestidad, colocarlos en su justa dimensión y buscar reparar el mal causado. Ahora que sabemos qué es lo que debemos hacer para perdonarnos a nosotros mismos antes que a los demás, ya podemos perdonar. Eso sí, tengamos en cuenta que siempre debemos ir “por delante”, ser proactivos, tomar la iniciativa. Más que nada porque el “perdón” es algo que se dice, actualmente, a la ligera, sin casi reflexionar. Bien haremos en tomar mayor conciencia del motivo de ese perdón. Así no usaremos esa santa palabra en forma trivial y liviana.

 

Ser compasivo con los errores ajenos

Todos fallamos en algún momento de nuestras vidas y todos necesitamos, en cierta ocasión, el perdón de otra persona. Pero, no hagamos que esto se convierta en una constante. El perdón tiene que ser sincero. A su vez, debemos andar por la vida evitando cometer errores que hieran a otros. “Predicamos un Dios bueno, comprensivo, generoso y compasivo. pero, ¿lo predicamos también a través de nuestras actitudes? Si queremos ser coherentes con lo que decimos, todos deben poder ver esa bondad, ese perdón y esa comprensión en nosotros”, dice la Madre Teresa de Calcuta.

 

Perdonarse, reconocer los propios errores, permitirá conocernos mejor a nosotros mismos y a los demás. A partir de ahí, seremos más conscientes de nuestros puntos débiles (carácter, fuerza de voluntad, atarantamientos, apresuramientos, ansiedades) para poder iniciar un camino de solución, desarrollar mayor autoconfianza y valorarse más.

 

¿Pide perdón antes de perdonarse a sí mismo? ¿Cuándo fue la última vez que se perdonó y pidió perdón? ¿A quién? Poner en práctica este ejercicio nos hace más empáticos, compasivos, comprensivos y tolerantes. Una acción que enriquece y permite, después, pedir un perdón mucho más sincero y verdadero.

esis abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino”.

 

Las familias no se sostienen “solamente insistiendo sobre cuestiones doctrinales, bío- éticas y morales, sin motivar la apertura a la gracia”. Es necesario dar espacio a la formación de la conciencia de los fieles: “Estamos llamados a formar las conciencias no a pretender sustituirlas”. Jesús proponía un ideal exigente pero “no perdía jamás la cercana compasión con las personas más frágiles como la samaritana o la mujer adúltera”.

 

Con la mirada puesta en Jesús

El tercer capítulo está dedicado a algunos elementos esenciales de la enseñanza de la Iglesia acerca del matrimonio y la familia. La mirada es amplia e incluye las “situaciones imperfectas”. Y asegura que fuera del verdadero matrimonio natural también hay elementos positivos presentes en las formas matrimoniales de otras tradiciones religiosas, “aunque tampoco falten las sombras”.

 

La reflexión incluye también a las “familias heridas” frente a las cuales el Papa afirma: “siempre hay que recordar un principio general que es el siguiente: Sepan los pastores que, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones”. Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina debe expresarse con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición”.

 

“El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia…”

El capítulo cuarto va dirigido especialmente a la vida matrimonial. A partir del “himno al amor” de san Pablo en la carta a los Corintios, da pistas de comportamiento y perfeccionamiento de la vida matrimonial. Entra en el mundo de las emociones de los cónyuges –positivas y negativas– y en la dimensión erótica del amor. Se trata de una contribución extremamente rica y preciosa para la vida cristiana de los cónyuges, que no tiene hasta ahora parangón en precedentes documentos papales. El Papa insiste de manera fuerte y decidida sobre el hecho de que “en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo”.

 

Francisco reflexiona, a partir del himno de san Pablo, sobre el amor cotidiano. Desglosa cada una de las virtudes que deben ser la fuente, base y norte de la vida familiar. Cultivar la paciencia, la actitud de servicio, no caer en las envidias, no hacer alarde ni agrandarse, cultivar la amabilidad y el desprendimiento, sin violencia interior y  buscando el perdón. El amor, por último, sabe alegrarse con los demás, disculpar todo, “confiar, esperar y soportar”.

 

El amor matrimonial, dice el Papa, es “una combinación de alegrías y de fatigas, de tensiones y de reposo, de sufrimientos y de liberación, de satisfacciones y de búsquedas, de fastidios y de placeres”.

 

El capítulo concluye con una reflexión sobre la “transformación del amor”. “No podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad”.

 

Fecundidad del amor y perspectivas pastorales

El Papa dedica los siguientes capítulos a reflexionar sobre el acogimiento de la vida; del amor de padre y madre y sobre la educación de los hijos. Habla aquí de adopción y de la ‘cultura del encuentro’. De la vida de familia  que incluye tíos, primos, parientes y amigos. El sacramento del matrimonio tiene un profundo carácter social, por lo que se abre a los demás y acoge incluso a quienes no tienen un parentesco sanguíneo.

 

Clave en la formación de una familia es la educación de los hijos: su formación ética, el valor de la sanción como estímulo, el paciente realismo, la educación sexual, la transmisión de la fe y, más en general, la vida familiar como contexto educativo. La exhortación afirma que “la obsesión no es educativa, y no se puede tener un control de todas las situaciones por las que podría llegar a pasar un hijo (…) Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese modo no lo educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los desafíos”. De lo que se trata es de disuadir para ser mejores, presentar la virtud como elemento atractivo, para ser adquirido y vivido. “Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía”, dice el Papa.

 

El capítulo incluye algunas reflexiones bajo el título “Sí a la educación sexual”. Ella debe realizarse “en el cuadro de una educación al amor, a la recíproca donación”. Y pone en guardia sobre la expresión “sexo seguro”, porque transmite “una actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse.

 

Acompañar, discernir e integrar la fragilidad

El capítulo octavo es probablemente el más delicado. Se preocupa de situaciones y realidades complejas en la vida matrimonial pero, a su vez, reflexiona sobre los problemas que pueden y de hecho afrontan muchos matrimonios a lo largo de su vida conyugal. Confirma qué es el matrimonio cristiano. Junto con ello recuerda que “otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal” pero “no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio”. El Papa observa que “hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y es necesario estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición”. Y continúa: “Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de misericordia. “Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral”.

 

La exhortación recuerda que “los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo”. “Su participación puede expresarse en diferentes servicios eclesiales (…) Ellos no sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y madurar como miembros vivos de la Iglesia (…) Esta integración es también necesaria para el cuidado y la educación cristiana de sus hijos, que deben ser considerados los más importantes”.

 

El Papa invita a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. “No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal”. Es también responsabilidad de los sacerdotes, religiosas y consagrados el escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprenderlos, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia. “A veces ponemos tantas condiciones a la misericordia que la vaciamos de sentido concreto y de significación real, y esa es la peor manera de licuar el Evangelio”, dice el Papa.

 

CAMINO HACIA UNA mayor espiritualidad conyugal y familiar

El último capítulo está dedicado a la espiritualidad conyugal y familiar, “hecha de miles de gestos reales y concretos” como dice Francisco. Todo, “los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su Resurrección”. “Toda la vida de la familia es un “pastoreo” misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro”, escribe el Papa. La vida familiar y conyugal es una honda “experiencia espiritual” que invita a “contemplar a cada ser querido con los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él”.